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una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color de Ávila al atardecer. Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de tránsito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo. Hay unas tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los trenes, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrios soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en una albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas. (it) |