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El país había entrado en una fase claramente revolucionaria. Ni la vida ni la propiedad estaban a salvo en ninguna parte. Es un prejuicio absoluto explicar aquel estado de cosas con chillidos de loro en variaciones de la palabra “feudal”. No se trataba ya de que a propietarios de miles de hectáreas otorgadas a sus antepasados por el rey Fulano de Tal le invadieran la residencia y le dejaran el ganado sangrando con las patas rotas en los humeantes campos de su propiedad. Era el modesto médico o abogado madrileño que tenía un chalet con cuatro habitaciones y baño y un huerto del tamaño de un pañuelo, que veía cómo le ocupaban la casa unos trabajadores de la tierra que en absoluto carecían de casa ni pasaban hambre, y acudían a recoger la cosecha: llegaban diez hombres a hacer el trabajo de uno y se le quedaban en casa hasta que terminaban. Era el secretario local de jardineros que iba a decirle con amenazas a la chica que regaba las rosas que todo riego tenían que hacerlo los del sindicato; era un movimiento encaminado a prohibir la conducción del propio coche e imponer la aceptación de un chófer del sindicato. (es) |